A ciudad mágica de mi inspiración
Barcelona.
Joan Bosch estaba apoyado en la vieja y roída
cerca de madera contemplando el ir y venir de las gaviotas polvorientas que se
posaban, atropelladamente en el agua dormida. Su bastón, recostado en la
madera, reflejaba un hombre viejo y cansado que, sin angustias, esperaba la
muerte.
Regreso a Barcelona después de cuarenta y dos
años, largos y duros, donde su único sueño era volver a surcar en la felicidad
de su infancia, cuando, jugando, en la arena, aun era inocente tras el cielo
despejado. Camino lentamente por el paseo solitario y frio aferrado a su bastón
por miedo a que la rodilla le volviera a fallar. La gabardina gris ondeaba al
viento, mientras el sujetaba su boina de lana, amiga y compañera de tanto
tiempo. Pensaba en la nueva Barcelona, ahora tan llena de gente y nuevas
construcciones, tan remodelada, a la espera, ya en la puerta del S. XXI; cuando
la vieja ciudad decadente de no hace tantos años aun asomaba disimuladamente en
cada rincón de la metrópolis. De repente, un individuo se le acerco
apresuradamente preguntando por la hora.
-Las doce y cuarto- dijo-las doce y cuarto.
Su catalán, bastante desmejorado, denotaba su
inconfundible sonsonete alemán.
-¿Podría indicarme como llegar al Parque
Güell?-pregunto Joan Bosch
-Ha de coger el metro de Drassanes. Caminando
se encuentra un poco mas arriba. Bájese en Vallcarca.
Allí tendrá que caminar hacia la derecha dos o
tres calles- explico amablemente el joven apurado, que sin nada más que añadir,
marcho rápidamente perdiéndose en sus pasos.
Joan se dirigió hacia el metro cuidando de no
olvidar lo que le habían dicho tan resumida y repentinamente. Últimamente los
vacios abundaban en su mente. Hacia poco, en Frankfurt, la policía tuvo que
buscarlo durante dos días y llevarlo de vuelta a casa de su hija porque había
olvidado donde vivía y andaba por las frías calles, como otra mas de las almas
errantes que vagan en las esquinas de la ciudad alemana. Fue entonces cuando
decidió volver a la ciudad de su infancia y morir dignamente.
En especial, el parque Güell le atraía. Allí fue
donde su padre lo llevaba a jugar, a el y a sus dos hermanas, entre los
mosaicos y arboles del mundo gaudiniano; donde, con sus amigos, se juntaba a
matar palomas a pedrazos mientras escapaban del portero del parque; donde dio
su primer beso escondido tras unos matorrales, que para el eran su fortaleza.
Al cruzar las puertas de hierro forjado, las
cuales de repente habían encogido, sintió el olor de la tierra y volvió, como
el viento, al lugar de donde venia.
Subió por la escalera de la derecha apoyándose
en la baranda. Pudo sentir los desperfectos del puzle de cerámica. A su izquierda,
un majestuoso dragón se alzaba, y, “¿¡Que ironía!?, pensó, escupía agua por la
boca. Su piel se endureció al tocar el liquido helado, era una sensación agradable,
el mirarlo lo reconfortaba. Llego al mirador. Se caracterizaba por poseer un
solo banco anatómico, también al mas puro estilo romano, que cercaba el lugar.
Todo era sustentado por seis columnas de piedra que simulaban ser palmeras;
pilares del cielo barcelonés.
Joan había un poco antes, abrazado una de
ellas y su gruesa corteza salida, demasiado dura, se le había clavado en una
costilla. Desde allí podía admirar y recordar, cual difunto monarca desde el
cielo, su reino de otros tiempos. Ubico con bastante dificultad donde estaba su
antigua casa y dos o tres monumentos de aquellos que no viajan en el tiempo.
Diose cuenta de una estatua de metal que había
en medio del observatorio. Sin ligar a dudas era reciente; aun se podían admirar
los destellos de la placa de bronce, que por cierto no siquiera leyó. Sintió la
frialdad de la obra incluso estando apartado. Se dirigió hacia ella cegado por
la curiosidad. Poso su mano sobre la cabezita de la niña. Llenaba toda su palma.
No sabía por que, pero lo invadió el miedo, se asusto y se retrajo. Aun
temeroso se echo a andar hacia los jardines. Se cruzo con pocas personas,
seguramente deportistas o bohemios que iban a descargar su mente al anciano
parque. Los turistas no frecuentaban en esa época del año, ya tenían bastante
con el clima hostil de sus tierras para venir, aunque con menos intensidad a
encontrar lo mismo. Se topo con una pluma que iba cayendo, obviamente
arrastrada por el viento. Le rozo la cara; sintió la suavidad de una brisa
juguetona. Al llegar al suelo la recogió y se la paso por las manos. Súbitamente
descubrió la fragilidad de aquello pájaros, que, símbolos de la ciudad subterránea,
mataba y torturaba cuando niño. Se la metió al bolsillo. Busco, a la vera del
camino de tierra, la marca que dejo en una glorieta justo antes de irse. Pronto
encontró una infantil mano de barro semidesdibujada y con sus contornos bien
marcados, según recuerda, hechos con una navaja suiza.
Realmente se hallaba desconcertado ante la
pequeña mano.
-¿Sera la mía?- pregunto en voz alta.
La comparo con la suya sobreponiéndola encima
del muro. El barro estaba duro. Aunque comprobó, y sabia que el no era dueño de
aquel sello, fingió reencontrarse con el pretérito y miles de recueros se le
apelotonaron en la sien mientras una lagrima caliente se deslizaba por sus
arrugadas mejillas. Con el corazón encogido subió la escalinata de la glorieta
y se sentó sin más preámbulos a escuchar la música de un viejo violín
desafinado que hoy sustituía a las bandas musicales que animaban a los pequeños
burgueses catalanes de antaño. Acaricio su pelo. A esas alturas de la vida ya
era escaso y blanco. Estaba sucio, enredado y tanto pegajoso por la gomina. Soñó
con ser uno de esos adolescentes revolucionarios con largas cabelleras para
solo soltársela y sentir la libertad, la juventud en sus venas. Decidió, por
fin, seguir recorriendo, lo que era sin duda, los días felices de la primavera
de su vida. Encontró su árbol. En el cartel ponía: “Abeto plateado”. Estaba recién
podado, las muchas ramas cortadas impedían sentir la textura, casi lisa, de
esta especie. Joan se agacho y cogió una de las ramas tiradas. Le paso
lentamente la mano. Las minúsculas y puntiagudas hojitas le hicieron
cosquillas. Rememoro, con una sonrisa picara en los labios, aquellos
inolvidables momentos, cuando gateando descubrió el amor. El calor lo recorrió de
pies a cabeza; deseaba revivir la experiencia del adolescente que fue una vez.
El corazón le latía con fuerza. Decidió buscar una flor para colocarla encima
de donde una vez yacio expirando una mezcla de amor, pasión y primeriza
timidez. Se alegro de no haber perdido aun su espíritu romántico. Solo hallo
una rosa marchita, que al tocarla, se deshizo entregando sus pétalos secos,
como el que exhala por ultima vez después de un largo sufrimiento.
-Justo lo que buscaba-pensó tristemente-evidencias
de una vida pasada-.
La dejo delicadamente encerrada en un corazón que
señalaba la fruta prohibida que un dia se atrevió a probar. De vuelta apoyado
en el octogenario bastón, se giro una sola vez. Ya en la puerta contemplo sus
manos sucias y rasposas. Los años habían quedado bien marcados en estas. Si
como dicen, a un hombre se le identifica por sus manos, sobre Joan Bosch no habría
dudas. Se saco la tierra mojada de entre las uñas y siguió caminando mientras
silbaba la primavera de Vivaldi.
Tras de si dejaba toda una vida. Pudo sentir,
en la lejanía, las risas de sus hermanas y las palomas caer a sus espaldas.
Volvió al refugio de su mente: el mar. Esta vez,
lo contemplo y lo vio diferente. La tarde se presentaba lánguida. En el horizonte,
las nubes jugaban con los últimos rayos de sol que ahora eran entre violetas y
anaranjados. Se quito la boina. Mirando al infinito pronuncio su nombre.
Esa noche, Joan Bosch, no bajo a cenar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario