martes, 10 de julio de 2012

LA PRIMAVERA DE JOAN BOSCH/ MARIA DEL MAR PIEDRABUENA FIGUEROA


                                                                                          A ciudad mágica de mi inspiración
                                                                                                                              Barcelona.

Joan Bosch estaba apoyado en la vieja y roída cerca de madera contemplando el ir y venir de las gaviotas polvorientas que se posaban, atropelladamente en el agua dormida. Su bastón, recostado en la madera, reflejaba un hombre viejo y cansado que, sin angustias, esperaba la muerte.
Regreso a Barcelona después de cuarenta y dos años, largos y duros, donde su único sueño era volver a surcar en la felicidad de su infancia, cuando, jugando, en la arena, aun era inocente tras el cielo despejado. Camino lentamente por el paseo solitario y frio aferrado a su bastón por miedo a que la rodilla le volviera a fallar. La gabardina gris ondeaba al viento, mientras el sujetaba su boina de lana, amiga y compañera de tanto tiempo. Pensaba en la nueva Barcelona, ahora tan llena de gente y nuevas construcciones, tan remodelada, a la espera, ya en la puerta del S. XXI; cuando la vieja ciudad decadente de no hace tantos años aun asomaba disimuladamente en cada rincón de la metrópolis. De repente, un individuo se le acerco apresuradamente preguntando por la hora.

-Las doce y cuarto- dijo-las doce y cuarto.

Su catalán, bastante desmejorado, denotaba su inconfundible sonsonete alemán.

-¿Podría indicarme como llegar al Parque Güell?-pregunto Joan Bosch
-Ha de coger el metro de Drassanes. Caminando se encuentra un poco mas arriba. Bájese en Vallcarca.
Allí tendrá que caminar hacia la derecha dos o tres calles- explico amablemente el joven apurado, que sin nada más que añadir, marcho rápidamente perdiéndose en sus pasos.

Joan se dirigió hacia el metro cuidando de no olvidar lo que le habían dicho tan resumida y repentinamente. Últimamente los vacios abundaban en su mente. Hacia poco, en Frankfurt, la policía tuvo que buscarlo durante dos días y llevarlo de vuelta a casa de su hija porque había olvidado donde vivía y andaba por las frías calles, como otra mas de las almas errantes que vagan en las esquinas de la ciudad alemana. Fue entonces cuando decidió volver a la ciudad de su infancia y morir dignamente.
En especial, el parque Güell le atraía. Allí fue donde su padre lo llevaba a jugar, a el y a sus dos hermanas, entre los mosaicos y arboles del mundo gaudiniano; donde, con sus amigos, se juntaba a matar palomas a pedrazos mientras escapaban del portero del parque; donde dio su primer beso escondido tras unos matorrales, que para el eran su fortaleza.
Al cruzar las puertas de hierro forjado, las cuales de repente habían encogido, sintió el olor de la tierra y volvió, como el viento, al lugar de donde venia.
Subió por la escalera de la derecha apoyándose en la baranda. Pudo sentir los desperfectos del puzle de cerámica. A su izquierda, un majestuoso dragón se alzaba, y, “¿¡Que ironía!?, pensó, escupía agua por la boca. Su piel se endureció al tocar el liquido helado, era una sensación agradable, el mirarlo lo reconfortaba. Llego al mirador. Se caracterizaba por poseer un solo banco anatómico, también al mas puro estilo romano, que cercaba el lugar. Todo era sustentado por seis columnas de piedra que simulaban ser palmeras; pilares del cielo barcelonés.
Joan había un poco antes, abrazado una de ellas y su gruesa corteza salida, demasiado dura, se le había clavado en una costilla. Desde allí podía admirar y recordar, cual difunto monarca desde el cielo, su reino de otros tiempos. Ubico con bastante dificultad donde estaba su antigua casa y dos o tres monumentos de aquellos que no viajan en el tiempo.
Diose cuenta de una estatua de metal que había en medio del observatorio. Sin ligar a dudas era reciente; aun se podían admirar los destellos de la placa de bronce, que por cierto no siquiera leyó. Sintió la frialdad de la obra incluso estando apartado. Se dirigió hacia ella cegado por la curiosidad. Poso su mano sobre la cabezita de la niña. Llenaba toda su palma. No sabía por que, pero lo invadió el miedo, se asusto y se retrajo. Aun temeroso se echo a andar hacia los jardines. Se cruzo con pocas personas, seguramente deportistas o bohemios que iban a descargar su mente al anciano parque. Los turistas no frecuentaban en esa época del año, ya tenían bastante con el clima hostil de sus tierras para venir, aunque con menos intensidad a encontrar lo mismo. Se topo con una pluma que iba cayendo, obviamente arrastrada por el viento. Le rozo la cara; sintió la suavidad de una brisa juguetona. Al llegar al suelo la recogió y se la paso por las manos. Súbitamente descubrió la fragilidad de aquello pájaros, que, símbolos de la ciudad subterránea, mataba y torturaba cuando niño. Se la metió al bolsillo. Busco, a la vera del camino de tierra, la marca que dejo en una glorieta justo antes de irse. Pronto encontró una infantil mano de barro semidesdibujada y con sus contornos bien marcados, según recuerda, hechos con una navaja suiza.
Realmente se hallaba desconcertado ante la pequeña mano.
-¿Sera la mía?- pregunto en voz alta.
La comparo con la suya sobreponiéndola encima del muro. El barro estaba duro. Aunque comprobó, y sabia que el no era dueño de aquel sello, fingió reencontrarse con el pretérito y miles de recueros se le apelotonaron en la sien mientras una lagrima caliente se deslizaba por sus arrugadas mejillas. Con el corazón encogido subió la escalinata de la glorieta y se sentó sin más preámbulos a escuchar la música de un viejo violín desafinado que hoy sustituía a las bandas musicales que animaban a los pequeños burgueses catalanes de antaño. Acaricio su pelo. A esas alturas de la vida ya era escaso y blanco. Estaba sucio, enredado y tanto pegajoso por la gomina. Soñó con ser uno de esos adolescentes revolucionarios con largas cabelleras para solo soltársela y sentir la libertad, la juventud en sus venas. Decidió, por fin, seguir recorriendo, lo que era sin duda, los días felices de la primavera de su vida. Encontró su árbol. En el cartel ponía: “Abeto plateado”. Estaba recién podado, las muchas ramas cortadas impedían sentir la textura, casi lisa, de esta especie. Joan se agacho y cogió una de las ramas tiradas. Le paso lentamente la mano. Las minúsculas y puntiagudas hojitas le hicieron cosquillas. Rememoro, con una sonrisa picara en los labios, aquellos inolvidables momentos, cuando gateando descubrió el amor. El calor lo recorrió de pies a cabeza; deseaba revivir la experiencia del adolescente que fue una vez. El corazón le latía con fuerza. Decidió buscar una flor para colocarla encima de donde una vez yacio expirando una mezcla de amor, pasión y primeriza timidez. Se alegro de no haber perdido aun su espíritu romántico. Solo hallo una rosa marchita, que al tocarla, se deshizo entregando sus pétalos secos, como el que exhala por ultima vez después de un largo sufrimiento.
-Justo lo que buscaba-pensó tristemente-evidencias de una vida pasada-.
La dejo delicadamente encerrada en un corazón que señalaba la fruta prohibida que un dia se atrevió a probar. De vuelta apoyado en el octogenario bastón, se giro una sola vez. Ya en la puerta contemplo sus manos sucias y rasposas. Los años habían quedado bien marcados en estas. Si como dicen, a un hombre se le identifica por sus manos, sobre Joan Bosch no habría dudas. Se saco la tierra mojada de entre las uñas y siguió caminando mientras silbaba la primavera de Vivaldi.
Tras de si dejaba toda una vida. Pudo sentir, en la lejanía, las risas de sus hermanas y las palomas caer a sus espaldas.

Volvió al refugio de su mente: el mar. Esta vez, lo contemplo y lo vio diferente. La tarde se presentaba lánguida. En el horizonte, las nubes jugaban con los últimos rayos de sol que ahora eran entre violetas y anaranjados. Se quito la boina. Mirando al infinito pronuncio su nombre.

Esa noche, Joan Bosch, no bajo a cenar.



                         

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